Por: Alexandra Neto
Dispersos rayos ultravioletas que solo en el paralelo cero pueden caer, atacan el cutis de los agitados capitalinos y de los que sin serlo transitan y hacen suya esta ciudad, los buses y peatones ágiles y veloces llegan al centro de la urbe, la Marín.
No tan justo, pero sí necesario, es atravesar el playón de la Marín, ya que por su ubicación estratégica y neurálgica es la pieza central del rompecabezas de los barrios y zonas de esta inmensa y creciente ciudad.
Miles caminan por este espacio público día a día, el cual está polucionado de smog y bullicio en las horas pico, sin imaginar tan solo que aquel piso aparentemente firme y desgastado es un relleno a la quebrada del Machángara, que fue rellenada en el siglo XIX por iniciativa del doctor Francisco Andrade Marín, lo que al clamor popular se bautizó como plaza Marín, en honor a su nombre, y que hasta hoy perdura.
Bajo el barrio La Tola, designación que se lo puso por su semejanza con las tumbas prehispánicas de nuestro país, se encuentra La Marín, punto dinámico del comercio en el que concurren coloridos objetos y mercancías que llaman la atención de los que pasan habitual o esporádicamente por allí, de aquellos que con un aire político se dirigen al Municipio de Quito y al Palacio de Carondelet, y de aquellos que todos los días cruzan la plaza para ir o venir al sur y al valle.
La Marín es un teatro al aire libre, sin techo más que las nubes, tan altas como los sueños de los artistas o guitarristas, que con un sombrero a sus pies interpretan pasillos y boleros a la espera de una dádiva que en algo recompense su amor a la música. También se encuentran estatuas humanas con piel de bronce, rígidos de cuerpo, opuestos a lo móvil de su mente cambian de posición por cada moneda que les llega, a veces unas más pronto que las otras.
Desde que la sociedad quiteña tiene memoria y que sabe que desde aquí hay un universo de posibilidades para trasladarse, se ha instalado una estación de buses y articulados. Piiiiii, es la voz de los buses que compiten por llevar a más pasajeros.
Pero en la Marín, a más de su comercio, de su bullicio, de los corre corre, de las personas que caminan ajetreadas, también encontramos inseguridad y delincuencia que ha hecho su nido en las calles, callejones y escalinatas que rodean la plaza, lo que ha corrompido este tradicional e importante lugar.
El hampa en este lugar está muy bien organizada, existe como una empresa del crimen que crea terror en inseguridad en las personas que transitan por aquí. Quién no ha visto como pillos y rateros cometen sus fechorías solos y en pandilla, mujeres que en la incomodidad de subirse al bus les han arrancado de sus orejas joyas lastimando su piel e integridad psicológica, magos que desaparecen billeteras y relojes entre empujones, arranchadores que disfrazados de supuestos vendedores se camuflan con el cambio de sacos y camisetas para confundir a los afectados.
Es anecdótico, difícil de creer que a la policía, órgano civil encargado de mantener el orden y la seguridad, se les hayan hurtado en una ocasión una motocicleta al dejarla estacionada en las afueras del Puesto de Auxilio Inmediato del sector. Aquí hasta ellos necesitan protección.
Caotizado es el ambiente y viciado el aire que emanado por los motores es absorbido por nuestros pulmones, solo aquí las nubes son negras y no llueve, sino que una polvareda de micropartículas dañinas envenena nuestro ser.
Es verdad, durante muchos períodos alcaldes que han pasado por el poder han implementado políticas de rescate urbano con miras a un futuro optimista para el playón, poco se ha logrado para un lugar que hace mucho por la ciudad, es imprescindible para la imagen de la ciudad recuperar este espacio público que es de propiedad de los quiteños y foráneos, pues es imposible saltarnos y rodearnos la plaza.
Así que como en antaño se logró rellenar está quebrada ahora es un reto llenar esos vacíos de seguridad, orden y vida.
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