María Beatriz Jácome se ha dedicado por 50 años a la venta de cereales, granos y especias, en su plaza del mercado San Roque.
Si usted ha asistido alguna vez a ferias o mercados con seguridad no le resultará ajena su algarabía. Aquellos de gran abasto, en especial, conforman un escenario variopinto de productos, pregones y mercantes de a pie que concurren al intercambio.
San Roque es, precisamente, uno de los principales lugares de comercialización en Quito. A partir de 1981 recibe a los capitalinos entre las calles Loja, Cumandá y 24 de Mayo; en una portentosa estructura que alberga a miles de hombres, mujeres, niños y ancianos que han entregado su vida a este lugar a cambio de su sobrevivencia.
Según la Administración Zonal Centro, 2700 personas organizadas en 21 asociaciones trabajan en el mercado “San Roque”. Cada uno atiende hábilmente su negocio para vender más. Es por eso que han atiborrado el edificio, sus flancos exteriores, las calles aledañas y cada uno de los accesos.
Como el extenso puente de cemento suspendido sobre la Av. 24 de Mayo, desde donde se atisba el movimiento de la feria sabatina que a siete de la mañana ya está en auge. A través de él se abarrotan artículos cuya condición deslucida descarta la compra por parte de los visitantes que pugnan por avanzar hacia los corredores exteriores donde el espectáculo es mayor.
Las mercancías se despliegan formando montañas de ropa usada, artículos de aseo, celulares, zapatos, aparatos eléctricos.... Si se detiene por un segundo es presa del torbellino de voces y cosas que cruzan por su rostro para promover la compra, y del tropel estrujador que impide avanzar rápidamente hacia el lugar donde ofertan un DVD en 25 dólares. En conjunto, los precios, calidad y procedencia de cuanto objeto se encuentra resultan inesperados.
Al dejar atrás este barullo se da paso a las plataformas internas de productos comestibles. Esta área es la mayor y sus ventas se extienden hasta la feria de la calle Loja. Aquí se condensan las vivencias que, más allá de lo que la teoría ilustró como otredades, se plasman y legan tan cercanamente en pobreza y marginalidad.
A pesar de ello, los perjudicados por la entropía social del sistema que Lomnitz, Levinas y otros teóricos dilucidan con tanto acierto, continúan enfrentando el desafío de sobrevivencia que el tiempo les coloca en frente cada día.
Los ancianos que laboran en San Roque conocen bien aquella lucha. Sus años de vida y trabajo rivalizan e incluso superan la historia del mercado que los ha acogido. Al parecer, pretenden eternizar su estancia al igual que la decadente edificación cuyos ventanales polvorosos y rotos dejan atravesar el tibio resplandor del sol que desde el levante penetra y baña de luz a los puestos. Esa claridad se identifica con la cabellera totalmente nívea de María Beatriz Jácome, vendedora de granos, cereales y especias, quien lleva medio siglo dedicada a su negocio.
El orden, el color y la fragancia de sus productos le otorgan un perfil especial a su plaza que resulta agradable a los ojos de los transeúntes. Doña Beatriz se incrusta en un taburete colocado en medio de los fardos. Desde allí discute con una clienta por el precio del medio kilo tamarindo que cuesta 1.50 USD. A ella no le gusta perder, así que prefiere perder una venta, aun cuando no es una época en que se pueda prescindir de los caprichos de los compradores con tanta facilidad, según lo ha expresado ella misma.
–Inicié desde antes; cuando el mercado era en San Francisco. Ahí tenía otro negocio. Antes las ventas iban bien, pero ahora han bajado hartísimo. Ahora no vale el negocio, hasta por la competencia.
Sin embargo, asegura que Dios le ha ayudado, pues a pesar de la irresponsabilidad de su esposo, consiguió educar a sus tres hijos y construir un departamento del que le “cae 100 dolaritos” mensuales.
–Yo soy graduada en corte, pero mi marido era muy celoso y no me dejaba trabajar. Hasta que decidí poner el puesto. Siempre he trabajo solita y voy a seguir vendiendo hasta que tenga fuerza, porque me gusta mucho atender a la gente. Aunque ya es más difícil. Hoy día mismo no vino el señor que me trae desde mi casa en Monjas. Pensé: ¡chuta como bajo, Dios mío! Pero logré venir en el carro de un vecino. ¡Me doy modos!
Considera que antes era una época mejor. Esta nostalgia por el pasado coincide con la de la mayoría de ancianos que trabajan en este lugar. La añoranza de Emma Fasez y sus 45 años de venta de canastas que ahora la destierran al lugar más desolado del mercado, se identifican con la añoranza de Josefina Caisaguano, una campesina de Tigua, quien a pesar de sus 75 años se debate con agilidad en los pasillos de las plataformas para vender cañitas. Con la añoranza de Arturo Salazar, un estibador que compite con los cerca de 600 que existen en el mercado y que vive solo mientras su familia permanece en Ambato. Y con la de muchos otros.
Estas generaciones han visto al tiempo imponerse sobre ellos. Por eso todos están conscientes de aquel peligroso mutatis mutanti vital. No obstante, los abuelos de San Roque se aferran a la lucha blandiendo su insignia: ¡Hasta que Dios dé vida y salud!
No hay comentarios:
Publicar un comentario