viernes, 23 de diciembre de 2011

MIGUEL CAMINA POR LAS CALLES DE SU INFANCIA

Por: Jefferson Herrera

Según las estadísticas, son cientos de miles de niños los que trabajan en las calles bajo las más mínimas condiciones de seguridad y salubridad.

Lo veo desde lejos, me voy acercando cada vez más a medida que el bus en el que viajo avanza por la avenida Mariscal Sucre hasta llegar a la intersección con la avenida Alonso de Angulo. Ahí es donde todas las tardes a partir de las 14:00 Miguel Arcos, de 10 años de edad, trabaja como malabarista y como vendedor de limpiones para vidrios.
Lleva un traje negro ceñido al cuerpo, en ese momento está jugando con tres pelotas, tengo que esperar que el semáforo de la esquina en la que lo hallo se pinte de verde para que me atienda y podamos conversar, tal como me lo había prometido el día anterior.

Una vez que logra verme se me acerca con una leve sonrisa, se nota su cansancio, quién sabe si ya almorzó, yo no me atrevo a preguntárselo. Su piel quemada por los fuertes rayos del sol vespertino, muchos más peligroso y dañino que el matutino, se arruga un poco cuando me dice: “Vecino buenas tardes”. Sus labios lucen resecos, es obvio que está un poco deshidratado. Me extiende su pequeña mano, las uñas largas y sucias no tienen miedo de saludar. La nariz llena de chicas gotas de sudor se asemeja al rocío de la mañana, me recuerda la inocencia y frescura de todo niño.

“Vamos a la sombra porque el sol ahorita está feo”, me arguye. Bajo el amparo de la sombra de un árbol me comenta que esta jornada le tocó hacer malabares con las pelotas de espuma. Vender limpiones es más “fresco” y no tan cansado como estar cuatro horas seguidas moviendo brazos y cabeza.
“Al principio era bien feo porque no estaba acostumbrado a hacer esto. Todos los días amanecía con dolores de cuello, mi mamá me daba masajes y me hacía compresas de agua caliente, pero no me pasaba. Luego uno ya se va haciendo al dolor”, acota mientras ve los carros pasar. Me sorprende que a su corta edad ya esté acostumbrado al dolor, siento una extraña sensación recorrer mi cabeza, tal vez porque en mi memoria aparece mi sobrina que tiene la misma edad que Miguel e imaginármela así me aterra.

‘Miguelo’, como he oído que su madre lo llama, es el segundo de cuatro hermanos. Él, su hermano mayor y su madre se encargan de todos los gastos que hay que realizar. Su padre viajó a España hace ya mucho tiempo, no han vuelto a saber de él.
Hace un año que aprendió las piruetas que hoy sabe, explica que unos amigos del barrio de su primo le propusieron trabajar en las calles como malabarista. Sin embargo, no se decidió hasta que su mamá le indicó con lágrimas en los ojos que el siguiente año no lo podría en la escuela. “Eso ya no me gustó porque todos mis amigos van a la escuela, hacen los deberes y juegan”.

Con lo que recibe en las calles le alcanza para sus estudios y de vez en cuando algo para su madre o “cosas extras” de sus hermanas menores, ropa o uno que otro juguete. Yo me pregunto si los juguetes son cosas extras en la vida de un niño. Sé que la respuesta es no, mas no le discuto.
Sus compañeros le hacen señas para que regrese. Me atrevo, al fin, a preguntarle si ya almorzó, me cuenta que sí.

El sol sigue intenso, el asfalto parece derretirse ante él. Yo lo miro un rato más, saber que comió me tranquiliza un poco. Pero el hecho de verlo ahí, pequeño e inocente en medio de las vías me desconcierta aún. Y me desconcierta más admirar el brillo de sus ojos marrones, un brillo que espera algo mejor que una niñez vivida en las calles de la bulliciosa ciudad.

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