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El ballet clásico en un género dancístico al que muchos hombres tienen reticencia por los prejuicios. Foto: Internet |
Si usted pertenece a este planeta no le resultarán ajenos aquellos estereotipos que aún legan una malsana asignación de espacios y roles al hombre y la mujer. Seguro considerará que éste es un discurso ya manido. Lo es porque constitu-ye una construcción que evi-dencia la absoluta vigencia de aquella circunstancia donde prima la lógica del falocen-trismo. Sin embargo, qué suce-de cuando la presencia del hombre incursiona en esferas culturalmente ajustadas a lo femenino. Sin duda, un desmo-ronamiento del arquetipo masculino que para muchos resulta incómodo.
Jorge Gancino y Dimitri Herrera son dos jóvenes que, lejos de imbuirse en complejos o poseer alter egos, han tomado con seriedad aquello de ser multifacéticos al desarrollar otros talentos y capacidades que desafían los convencionalismos. Ambos fusionan sus actividades como estudiantes de la Facultad de Comunicación y una gran pasión por el ballet clásico.
Sus antecedentes comunes en baile folclórico y contemporáneo los han direccionado, desde hace algunos meses, a la práctica dancística que siempre evoca la sublimación de la mujer grácil entre movimientos exquisitos y tules flotantes. Por ello, tras cada jornada universitaria concurren a sus clases en la Escuela Metropolitana de Danza, Metrodanza.
José Iglesias y Antonella Silva, integrantes del elenco del Ballet Ecuatoriano de Cámara. Foto: Alfredo Pastor |
Al finalizar el día, uno de los salones del Palacio de los Espejos de la CCE se convierte en el escenario de trece bailarines que fluctúan entre los 14 y 24 años. A las19:00 ya han asistido todos puntualmente a la clase que se extiende hasta las 21:00, de lunes a viernes.
En los camerinos se transforman las indumentarias que ahora pasan a ceñir los cuerpos con licras, bodyes y fajas negras, medias y zapatillas de ballet. Listos todos, inicia el calentamiento con una serie de movimientos que generan envidia. Cualquier joven terminaría sintiéndose senil frente a la elasticidad de un danzante de su misma edad.
Se conducen a un amplio salón cetrino en cuyo rededor se ubican desafiantes barras para cada estudiante. Seguido, se desplazan al centro y realizan las rutinas solicitadas por el profesor. Durante las dos próximas dos horas todos se sumergen en los acordes armoniosos de una compilación de piano. Resulta evidente que los escasos años del estudiante más joven son inversamente proporcionales a los resultados. Se ubica en la vanguardia del grupo con gran destreza.
Y una a una desfilan las posiciones o desplazamientos. Mientras, entre las indicaciones se escucha el argot: second, cambré, relevé, plié, soté neu. Dimitri Herrera confiesa que el ejercicio que más le ha costado es el split (descuartizamiento).
“La danza clásica trabaja con puntos clave del cuerpo, de manera rigurosa. Decirle a tu cuerpo que lo haga cuando el dolor está ahí es en extremo difícil. Sobre todo por el nivel de exigencia y de las críticas que pueden resultar hirientes, pero que en realidad te ayudan a crecer como bailarín”, asegura ante la más difundida exhortación cuando el éste no está a la altura de las expectativas: “Si te crees tan machito para hacer ballet clásico, vete a jugar fútbol”.
Dimitri Herrera compagina sus estudios de Comunicación con su pasión por el ballet. |
Tal exigencia mental y corporal se afirma con la disciplina. En cada clase se toma lista, existen exámenes, poseen uniformes y se asignan lugares personales en las barras y en el centro. Sin dudar, es cosa de valientes y de apasionados que asumen ese arte con el mismo tesón que usted le colocaría a su carrera o a su deporte predilecto, sin ser por esto un simple entretenimiento. Pues, como lo afirma Jorge Gancino, “la danza es una forma de expresarme, cada movimiento no solo es estético, sino lleva detrás una significación. Es una manera de comunicar, de sentir y de vivir también. Porque siento que si no hago danza no soy yo”.
Y aunque “el hecho de que un varón haga ballet clásico es bastante difícil, en muchos casos porque se les llega a considerar gays, independientemente de que lo sea o no, porque cambia la percepción que se tiene de un bailarín cuando le ves bailando con suspensor o porque la técnica y la estética que se maneja es bastante sutil y delicada”, no constituye un impedimento. Los comentarios, como vienen, también se van.
No así la pasión que debe educarse, en este caso, durante siete años. Día tras día, el cansancio o el dolor, más allá de ser un malestar constituye una satisfacción. “Todo el esfuerzo que haces –declara Dimitri– vuelve a ti; y lo que falta lo ganamos luego al ver las sonrisas en el rostro de la gente por el arte que aprecia. Eso es algo inigualable”.
Los dos no abren la posibilidad de dejar esta carrera, y siempre enarbolan con orgullo, junto a una estilizada venia, la insignia de entrega: “El corazón del bailarín”.
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